
- ¡Ramiro!- grita la mujer a su hijo y me saca del letargo en que me tiene sumido esta tarde de primavera.
- ¡Espérame, no vayas tan rápido!- Insiste la madre con una voz chillona que revienta mis oídos.
Ella carga unas cuantas cosas: flores plásticas, trozos de botellas, tiras de bandera chilena, velas y un viejo escobillón. Todos estos objetos dentro de dos bolsos que lleva en cada una de sus manos. El niño se detiene a la orilla del camino y su madre por fin logra darle alcance. Ella le recrimina su poca conciencia al correr lejos sin considerar el peso que lleva. Pero el niño parece no entender mucho, apenas cuenta con cinco años y ni si quiera sabe que hacen ahí. Si supiera cuánto lo comprendo.
Los veo aparecer cada domingo, sin importar si corre viento o si cae lluvia, se bajan en el terminar del transporte que queda a un costado de las últimas poblaciones y caminan hacia acá. Hace tan sólo un año que el hijo mayor, el hermano del pequeño, lo alcanzó un camión que se salió del camino y lo dejo hecho añicos al medio del pavimento. Hubo algunos otros heridos, pero él no se pudo salvar, fue muerte instantánea.
Da gusto la dedicación que le presta a su animita esta madre abnegada, primero despeja todas las flores viejas, hojas y basura que han quedado atrapadas en la diminuta casita. Luego baldea por completa el interior, el exterior y su alrededor. Eso es un gran mérito ya que ha debido pelearse nuevamente con el chico para que le traiga agua del estero de ahí cerca. Cuando todo aún esta húmedo, barre su territorio por completo, en especial el suelo entierrado el cual al mezclarse con el agua ya a formado un piso de costra de arcilla. Y sin esperar que seque, comienza a montar rosas rojas nuevas sobre floreros improvisados, puñados de velas renovadas y como lo amerita la fecha, forma una ramada endieciochada con las banderas que ha traído.
Recién ahí es cuando veo a la mujer descansar, en un asiento que semanas antes construyeron junto a su marido. Le dice cuánto lo extraña y lo mucho que se ha esmerado en dejar su lugar bien bonito para que sea el más destacado del sector. Es que es una curva muy peligrosa y si uno no esta atento al manejar, se termina matando en tan sólo unos segundos.
Le pone al corriente de sus amigos, vecinos y familiares. Le cuenta que pronto le vendrán a colocar su primera plaquita por el favor concedido a su prima Carmen que logró apaciguar la fiebre de semanas con que tenía a la niña. Se emociona cuando se lo dice. Luego de corretear al pequeño, le rezan juntos un Ave María con mucha devoción, y ya cuando está cayendo la noche y antes que el cielo se oscurezca emprenden la partida.
Ahora es cuando más triste me pongo, y trato de recordar a los míos, a aquellos que me han abandonado, que me han dejado en el olvido. Pero nada llega a mi mente. A mí nadie me visita, a mí no me piden favores, aunque si lo hicieran no sé si podría cumplirlos. Pero eso a ella no parece importarle y cuando ya han emprendido camino, vuelve, se devuelve a dejarme una flor, la que sobró, la despreciada, pero una flor. Es como si escuchara mi sufrir.
- ¡Ay! de nuevo ese ruido, otra vez el chirrido ensordecedor.
La mujer llora, le han matado a su otro hijo. Es extraño pero sólo pienso en que pronto se recobre de su tristeza y nos venga a visitar nuevamente.
Sept. 2006