viernes, 20 de julio de 2007

La carta

M. Carolina García A.

“Querido diario:

Quiero ser sincera. Quiero que sepan que no pude, que no fui capaz de salir adelante. Que me rendí. Después de todo, quizás, sea mejor decir adiós.”

No funciona el maldito lápiz,….. ahora se le ocurre parar cuando había logrado encontrar que escribir. Sí, por qué voy a ser modesta, hay que decirlo, esta quedando bastante mejor que la de mi madre, la suya escueta y distante. Eso no fue una nota de despedida, fue un memurandum de última hora.

“Los muebles que se los quede mi amiga Laura que ha sido tan fiel conmigo. El perro que se lo lleve la vecina, que lo alimente bien. La Gabrielita que se vaya con su abuela paterna, que no se quede con su padre, ella la cuidará mejor. Las plantas que se las envíen a Francisco….” Una lástima, un desperdicio de papel.

¡Ya está! aquí hay otro lápiz.

“A mi abueli le dijo que no tenga pena de mí, que lo pasé muy bien con ella, que los paseo al campo no los olvidaré jamás. Que cuide de mi planta Florencia, que hay que regarla dos veces al día y las vitaminas están en el cajón…”

Cuando llegué a este país no esperaba que fueran todos tan amables. Con el tiempo descubrí que sólo era curiosidad por la huérfana que llegaba a vivir con la Amelita. Al final me acostumbré, aprendí a vivir con esa etiqueta, y al comienzo de la adolescencia me ayudó que hablaran de mí, al menos era alguien.

Las idas al campo las amé, cada vez que íbamos me imaginaba que volvía a la pampa, pero eso me lo callaba. Fue en una de esas visitas que conocí a mi padre, un hombre de pocas palabras, parecía como que todo el tiempo estuviera avergonzado de algo que yo desconocía. Nos ayudaba a llenar los canastos de frutas, con algunas papas y tomates que llevábamos de vuelta el domingo. Nunca se quedó a dormir con nosotras.

La oscuridad en el campo es misteriosa, parece que fuera silenciosa pero hay muchos sonidos que solo quedándose muy quieta lo logras escuchar. Los grillos cantando por un lado, los ladridos de los perros a lo lejos, las ramas de los álamos que se mueven con el viento. Me quedo horas contemplando la noche, las estrellas y cuando me duermo lo hago en un sueño profundo, como si no le temiera a nada.

Dormir dos días de siete no es malo, porque aquí en la ciudad no lo puedo hacer. Me acuesto como cualquier mortal pero los ojos, aún estando cerrados, no se duermen. Si me levanto a preparar una leche con naranja, con el ruido se despierta el gato, después el perro y luego la abuela. Prefiero quedarme quieta y espera que llegue la mañana. Ya no importa tanto, ahora que estoy más grande, las ojeras me las tapo con maquillaje; casi no se notan.

Sigo escribiendo “….que visitaré a su hija y que le daré saludos de todos. Le contaré cuánto la extrañamos cuando se fue, que en su entierro hubo mucha gente y muchas flores, que logramos convencer al cura para que le hiciera misa, que la lloramos durante días ...”

A mi me tocó ayudar a vestir a la tía Berta, la pobre se veía fatal. No sólo lo dijo por lo sangriento de su suicidio, sino que su condición de solterona ya hacía rato que le pesaba. Un tiempo decidió como adoptarme y salíamos a todas partes juntas, llegó a ofrecerse a ser mi apoderado. Ahí fue cuando se peleó con mi abuela, discutieron en el fondo del patio pero yo igual oía, lo que decían no tenía que ver conmigo, era de otra niña, una que se había muerto cuando nació o antes, no lo sé.

No la volví a ver hasta que la encontramos tendida en el piso de su cocina. Ya no nos visitaba como antes pero llamaba por teléfono al menos una vez por semana, los sábados, y ya hacía tres días que no sabíamos de ella. Desde ahí que ya no creo en Dios, para qué.

“A la Catty díganle que le deseo lo mejor, que estudie mucho y que sea luzca como periodistas, de esas que salen en la tele. Que cuando me eche de menos se imagine que estoy viviendo con el papá en Santiago, y que piense que pronto nos vamos a ver en el siguiente fin de semana…” Al menos a mí me resulta cuando me acuerdo de la mamá.

Nos hicimos amigas desde chica, cuando le dijeron que me tenía que prestar sus juguetes, sólo pude traer mi muñeco dormilón cuando me vine de la Argentina. Éramos buenas para inventar cosas, cada vez que podíamos nos arrancábamos al centro a ver a los universitarios, les metíamos conversa hasta que nos pillaban que sólo éramos colegialas, como cuando nos atorábamos al aspirar el primer cigarro.

“A mis compañero de clases y a mis amigos les digo que los extrañare como se hecha de menos a la familia, con los que se ha compartido los mejores años de la vida. A las hermanas y al padre Pedro les pido su compresión….”

Ellos creen que mi padre vive en la capital, que es un ejecutivo muy ocupado, que pasa hasta los sábados y domingo trabajando. Eso es lo que yo les cuento. Es feo decirlo, pero así sienten pena de mí y me dan cosas. No está mal, todos ganamos, ellos un pedacito de su cielo.

Hoy todos los días son lo mismo: despertar, darme cuenta que aún estoy aquí, decepción, vestirme, o mejor dicho echarme algo encima, comer y luego abrir la puerta hacia la vida. Tengo problemas con la vieja, me pide que madure, que tome decisiones. ¿Y si no quiero ser nadie en la vida? ¿No se puede?

“Creo que ya llegó el momento de dormir y descansar de todo esto. Espero que Dios me perdone por lo que hice y me permita estar con él.

Los quiere, Gabriela”

Debo hacer algo, no puedo seguir escribiendo estas cartas que no envío, que no llegan a nadie, que ni yo me las creo. Sólo espero en mañana tener el coraje de hacer algo más que sólo existir.
otoño 07